Swon (sentado en su cama, mirando el calzado al costado de la mesa): —Mañana, si es que esa burla ha de llegar, me castigaré por concederme este momento de fatiga pegajosa, pero ahora se me haría estúpido ignorar el chirreo del tiempo sobre todo mi cuerpo. Y es que sólo oscuridad me queda alrededor; sólo a ella le puedo hablar; como una hierba mala perdida en un largo campo de hierbas malas puede interpelarla.
Sombra, sombra, vos, a quien mañana a la mañana habré vuelto a absorber con la intención de que te extingas en mis entrañas —sólo para que, después, te me vayas escurriendo por los huecos de mi piel a lo largo de las horas—, vos, decime: ¿qué pasó con ella? ¿Cómo es que no me queda más que el recuerdo de un vago reflejo de su dulzura? ¿Por qué no importa que ahora haya en mi pecho una boca omnívora y caníbal?
Sabés lo que ocurrió anoche… y la noche anterior. Soñé con ella. Yo estaba en Viena, y del grupo de gente con el que había viajado me escapé a la ciudad, solo con su arquitectura preciosa y tibia, con árboles jóvenes que se emparejaban con el sol. Muchos adictos reincidentes entenderán el arrepentimiento que sentí inmediatamente después de haberle escrito un mensaje de texto para participarla de toda esa belleza. Y más aún, habían sido dos los motivos de angustia: en el segundo mensaje (no lo recuerdo pero lo sé), le decía que le extrañaba. Y le decía con esas palabras todo lo mismo que siempre le había dicho. Era la devoción enteramente incesante desde el nacimiento de su cabellera hacia atrás, hasta la nuca y todo a lo largo de su espalda, como una caricia que todavía guardo para ella. “¡No! ¡¿Qué hice?!”, me maldije mientras me aterraba saber que, de un momento a otro, ella podía estar recibiendo los mensajes. “¡¿Cómo pude hacer algo así?! Con lo bien encarrilada que venía mi pretensión de olvidar… Tanto esfuerzo, ahora, por una imprudencia mía, inservible… ¡¿Qué hice?! ¿Qué hice?... No... ¿qué hice?”. Desperté conmocionado por la imagen de su perturbación al verse obligada a pensar de nuevo en mí y responderme algo terminante pero delicado (porque así lo hace ella, a veces).
Aquí estamos, oscuridad. Sombra. Escuchando un piano. Estoy solo. Solo. Estar sin ella es estar solo. Aun con amigos, familiares o prostitutas del alma. Incluso cuando uno ejecuta las banalidades más grandes, uno está solo. No me engaño. Solos. Pero no lloro, no. Morimos siempre solos. Llevame, ahora, a donde quieras. Ya la noche es vieja. Ella me robó su nombre... y mañana... mañana hay que trabajar.
Sombra, sombra, vos, a quien mañana a la mañana habré vuelto a absorber con la intención de que te extingas en mis entrañas —sólo para que, después, te me vayas escurriendo por los huecos de mi piel a lo largo de las horas—, vos, decime: ¿qué pasó con ella? ¿Cómo es que no me queda más que el recuerdo de un vago reflejo de su dulzura? ¿Por qué no importa que ahora haya en mi pecho una boca omnívora y caníbal?
Sabés lo que ocurrió anoche… y la noche anterior. Soñé con ella. Yo estaba en Viena, y del grupo de gente con el que había viajado me escapé a la ciudad, solo con su arquitectura preciosa y tibia, con árboles jóvenes que se emparejaban con el sol. Muchos adictos reincidentes entenderán el arrepentimiento que sentí inmediatamente después de haberle escrito un mensaje de texto para participarla de toda esa belleza. Y más aún, habían sido dos los motivos de angustia: en el segundo mensaje (no lo recuerdo pero lo sé), le decía que le extrañaba. Y le decía con esas palabras todo lo mismo que siempre le había dicho. Era la devoción enteramente incesante desde el nacimiento de su cabellera hacia atrás, hasta la nuca y todo a lo largo de su espalda, como una caricia que todavía guardo para ella. “¡No! ¡¿Qué hice?!”, me maldije mientras me aterraba saber que, de un momento a otro, ella podía estar recibiendo los mensajes. “¡¿Cómo pude hacer algo así?! Con lo bien encarrilada que venía mi pretensión de olvidar… Tanto esfuerzo, ahora, por una imprudencia mía, inservible… ¡¿Qué hice?! ¿Qué hice?... No... ¿qué hice?”. Desperté conmocionado por la imagen de su perturbación al verse obligada a pensar de nuevo en mí y responderme algo terminante pero delicado (porque así lo hace ella, a veces).
Aquí estamos, oscuridad. Sombra. Escuchando un piano. Estoy solo. Solo. Estar sin ella es estar solo. Aun con amigos, familiares o prostitutas del alma. Incluso cuando uno ejecuta las banalidades más grandes, uno está solo. No me engaño. Solos. Pero no lloro, no. Morimos siempre solos. Llevame, ahora, a donde quieras. Ya la noche es vieja. Ella me robó su nombre... y mañana... mañana hay que trabajar.